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sábado, 26 de septiembre de 2020

 

OBRA DE ARTE Y MARKETING

O LA ESTÉTICA DEL SUPERMERCADO

 

Mg. Carlos A. J. Molinari

 

Explorar algunas de las múltiples relaciones que se pueden establecer entre el marketing y la obra de arte, implica en una primera instancia desarrollar cual es el concepto de obra de arte sobre el que se trabaja en este artículo; en el caso del correspondiente a marketing, se considera que ha sido tratado en más de una oportunidad en este blog por lo que se remite a los artículos correspondientes.

No es objetivo de este trabajo, un desarrollo conceptual acerca de lo que se debe entender por arte y obra de arte, ya que el mismo ha sido y es un concepto controvertido; se trata de un espacio de debate abierto y en construcción permanente.

No obstante, para clarificar sobre la utilización que le damos en nuestro caso, vamos a partir de una idea previa desarrollada por el autor, donde se plantea que una obra de arte es aquella que posee una forma artística, que proporciona por lo tanto un placer estético y que cumple ciertas exigencias, como la de la maestría para realizarla y la de formar parte de la tradición y de un canon[1].

Aunque también decíamos en ese trabajo, que se debía considerar la identidad hermenéutica, o sea la propia intencionalidad del autor, que es lo que le otorga estatuto de obra de arte; de la misma manera que la verificación social, pues la obra se encuentra siempre inscripta en una determinada cultura.

A pesar de que algunas de las ideas expresadas pueden ponerse en cuestión, ya que por ejemplo se podría pensar que es una forma artística en el arte contemporáneo o, más específicamente como se piensa la forma artística en tiempos de tecnologías digitales, vamos a dejar a un lado estas cuestiones que responden más al espacio de la historia del arte, para concentrarnos en un tema relevante para nuestro planteo, como es el de la reproducción y comercialización de la obra de arte.

Para explorar esta cuestión, vamos a partir de una idea también expuesta en la obra del autor antes mencionada, que es la de considerar a la obra de arte como una construcción temporal y como una expresión de las relaciones sociales, económicas e ideológicas de la época en que es producida; o sea que debe ser analizada dentro de un sistema de cultura dentro del cual, como hemos expresado, se produce la verificación social.

Dicho esto y en relación con nuestro objeto de estudio expuesto en el título, vamos a sostener que siempre en la historia una obra de arte ha sido o ha podido ser objeto de reproducción a partir del original. Si bien la condición de obra de arte supone el carácter de única e irrepetible, esto se refiere al original.

Desde la más remota antigüedad, las obras de arte[2] han sido objeto de copia por sus contemporáneos y por sus continuadores. De hecho muchas obras clásicas griegas por ejemplo, no las conocemos por su original sino por copias posteriores de artistas de ese origen o de artistas romanos. En este caso la copia en muchas oportunidades no es plagio sino homenaje a una obra de calidad.

Esto se iría repitiendo a lo largo de la historia con la copia y, posteriormente, con sistemas de reproducción mecánica, como fueron el aguafuerte, la xilografía y la litografía y más cerca en la historia con la fotografía.

Pero debemos decir que el objetivo de la copia era en su origen el aprendizaje, el homenaje o el simple plagio; aunque hay que señalar que el concepto de plagio como se lo conoce en la actualidad no era aplicable en otros momentos históricos, donde era inexistente un sistema de derechos de autor que se desarrolla recién en la historia con el capitalismo.

En resumen, lo que estamos expresando hasta aquí, es que en ningún momento se ponía en duda la existencia de un original, único e irrepetible, que era resultado del acto creativo; en especial en pintura y escultura.

Por supuesto que independientemente de que sin acto creativo el arte no sería posible, siempre los artistas trabajaron de alguna manera para un mercado comprador de las obras de arte; en palabras vulgares tenían que vivir de lo que sabían hacer mejor.

Esto sucedió en toda la historia de la humanidad, aunque en determinados momentos solo se los pensara como artesanos. Pero el mercado del arte como tal, podemos sostener que nace con el ascenso en la historia europea de la burguesía como clase social.

Lo que se está exponiendo es que más allá de que lo que define a una obra de arte es su expresión estética y el shock[3] que provoca esa expresión en el espectador, no hay dudas que en alguna instancia el artista busca también la legitimación económica, sin la cual no podría subsistir.

La historia del arte está llena de casos de artistas que vivieron en la miseria o en condiciones paupérrimas, aunque quizás en la actualidad sus obras tengan cotizaciones millonarias en los mercados de arte; uno de los más grandes pintores de la modernidad, Vincent van Gogh es quizás un ejemplo paradigmático en este sentido.

Inclusive es factible encontrar en la historia del arte, artistas que se copiaban a sí mismos con el objetivo de garantizar la venta de sus obras y su consecuente ingreso monetario; lo cual no sería objetable en sí mismo[4].

Pero el caso que queremos presentar en este artículo, se relaciona con el hecho de pensar la obra de arte como un producto de consumo, equivalente a cualquier producto que podríamos encontrar en un supermercado o en un shopping; lo que remite a lo que hemos planteado de ubicar la obra de arte en un sistema de cultura y de relaciones sociales y económicas.

Se trata de una cadena de comercios cuyo nombre es Carré D’Artistes[5], que no solo se encuentra distribuida en Francia a partir de galerías denominadas de pequeño formato y de gran formato de acuerdo a su espacio físico –quince en total según su folleto del año 2019-, sino que también cuenta con locales en muchas de las principales ciudades europeas y del mundo, como Roma, Berlín, Barcelona, Amsterdam o Moscú.

Las características de este modelo, tal como han sido relevadas en su local de Lille, Francia, pero visualizadas en otros locales, son bastante desacostumbradas para lo que se entiende por una galería de arte.

En primera instancia los cuadros –al menos en sus versiones de menor tamaño-, son exhibidos en bateas, con el mismo sistema que se utiliza por ejemplo para los discos de vinilo, libros, posters u otros productos de consumo.

Por otra parte, de una misma obra puede existir más de un tamaño, con lo cual el comprador puede optar de acuerdo al espacio disponible o al gusto en relación con la ocupación del mismo.

Con lo que entendemos se rompe de alguna manera con el concepto de la obra como una expresión estética, única e irrepetible, para considerar la idea de marketing como fundadora de la obra; o lo que es decir un producto para cada necesidad.

¿A qué nos referimos? A que desde el punto de vista del marketing, se trata de detectar la necesidad del consumidor –aunque sabemos que no siempre funciona así la oferta-, y desde ahí desarrollar un producto.

Caro que esto podría no ser objetable en el arte, en el sentido de que en la historia, muchas veces los artistas recibían el encargo –los conventos e iglesias medievales en Europa están colmadas de este tipo de obras-; o sea se partía de la necesidad de un comitente que establecía pautas sobre el resultado final.

Pero lo que se puede pensar es si en una producción en masa, se parte de la representación artística o se parte del hecho comercial.

Inclusive existe una estandarización de precios también vinculada a los tamaños –por supuesto que sin una relación directa y absoluta-, que se puede decir que busca colaborar en el objetivo de un arte contemporáneo accesible, tomando estas tres últimas palabras del folleto de presentación de la empresa.

Tampoco están organizadas estas galerías como un espacio de contemplación de la obra de arte, donde la venta podría ser el resultado de un “placer estético”,  sino que se trata de espacios orientados a generar impulso de compra, igual que en un supermercado.

Se puede agregar que la empresa ofrece franquicias, con lo cual se puede pensar que se trata de una opción inteligente, ya que amplía la red de locales sin invertir y generando ingresos extraordinarios, además de posicionarse como un comprador a escala a los ojos de los artistas que ofrecen allí sus obras.

¿Es posible realizar una crítica negativa al desarrollo de este modelo de negocio?

Si partimos de la base de lo ya expresado, de ubicar a una obra de arte en relaciones económicas y en un sistema de cultura, evidentemente nos encontramos en la etapa del capitalismo que podemos denominar neoliberal, donde ya todo es mercancía y, en el caso de una obra de arte, el valor estético pasa entonces a estar subordinado a su valor de intercambio.

Desde la óptica de la oferta, el modelo desarrollado cumple con el objetivo de ofrecer pinturas a precios accesibles, segmentadas en cuanto al público consumidor y con puntos de venta dispersos geográficamente lo que permite la expansión del negocio y su rentabilidad.

Para los artistas, es la posibilidad de encontrar un canal que puede generar ventas en sectores que usualmente no consumen arte, sea por un tema económico o por no frecuentar los espacios donde el arte se comercializa tradicionalmente.

La cuestión, es que más que como obra de arte, cada pintura es presentada y ofertada como un objeto de decoración. Más que ingresar a una galería y contemplar arte para posteriormente interesarse en una compra, es como un abanico de posibilidades para el hogar.

Como dato a resaltar, en el folleto consultado en el momento de la visita, una de las fotos  relevantes es la de un living hogareño, con uno de los cuadros colgado en la pared, lo que resalta el objetivo que habíamos presentido sobre la decoración más que la contemplación del arte. Es como si el solo hecho de ser una pintura original y firmada con certificado de autor, legitimara su valor artístico.

No obstante y desde el punto de vista de la exhibición y venta, se trataría de un negocio con mutuos beneficios y con gran potencial de desarrollo, aunque más parecido a las posibilidades del modelo del supermercado para los productos de consumo masivo.

En la historia del arte, los marchands han desempeñado en cada momento este papel; inclusive muchos de ellos convirtieron a los artistas prácticamente en operarios produciendo a destajo para compensar anticipos que recibían para vivir.

Por lo tanto, desarrollar un modelo de negocio de estas características no podría ser objetado desde el punto de vista de los ingresos de las partes involucradas o desde el público consumidor, que puede adquirir lo que quizás antes no podía.

Pero desde nuestra visión, la gran pregunta es si lo que se vende en este tipo de locales es arte o un producto cuya base es la pintura.

Porque hay una diferencia entre una obra de arte que hemos conceptualizado y el hecho de utilizar conocimientos técnicos sobre pintura para generar un producto comercializable en serie para un mercado masivo; sin que esta expresión implique que el arte debe ser elitista y no destinado a las grandes masas.

Lo expuesto no invalida al artista, sino que cuestiona un modelo donde el eje está en lo comercial y no en la obra de arte. El arte no puede ser una técnica sin alma, sino que siempre el hecho técnico debería estar subordinado al hecho artístico.



[1] Molinari Carlos A. J. El Arte en la era de la máquina. Conexiones entre tecnología y obras de arte pictórico 1900-1950. Editorial Teseo, Buenos Aires, 2011. p. 49.

[2] Hay que señalar que este término como conciencia colectiva de tal, tiene su origen en la denominada etapa del Renacimiento, en un proceso que escapa a los objetivos de este artículo.

[3] Se utiliza el término de Hans-Georg Gadamer, La actualidad de lo bello, Ediciones Paidós, Buenos Aires, 2003.

[4] Como dato anecdótico en el terreno literario sobre este tema, en la extensa obra del escritor sueco Henning Mankell, sobre un ficticio inspector de la policía sueca, Kurt Wallander, el padre del personaje es un artista que siempre pinta para vender el mismo cuadro de un paisaje, siendo su única diferencia la presencia o no de un ave, un urogallo.